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Al finalizar el mes de nuestra patria, les comparto un mensaje de paz y esperanza.

 

Aunque año a año, con ocasión del 18 de septiembre, cantemos nuevamente el Himno Nacional, entonemos y bailemos la cueca, asistamos a las fondas, al circo, nos entretengamos con nuestros juegos tradicionales: el volantín, la rayuela, el trompo, la carrera de ensacados; asistamos a los desfiles y veamos la Parada Militar, las fiestas patrias siempre nos recuerdan el paso de un año más, los momentos alegres y gozosos. Es un momento para hacer memoria agradecida por los dones recibidos y que no siempre somos capaces de percibir por la vorágine cotidiana. Por eso nos detenemos, contemplamos la vida y elevamos esta acción de gracias a Dios, pidiendo que nos siga sosteniendo en la construcción de una nación más justa, fraterna y en paz.

 

No podemos olvidar los dolores y las tristezas al momento de hacer memoria. Nuestras fiestas también están marcadas por el fallecimiento de seres queridos, por los problemas de salud, por crisis familiares, por la situación de los ancianos y sus pensiones, por la pérdida de cosechas, la falta de trabajo, el crimen organizado y la corrupción. Así es la vida, de dulce y de agraz. Transitamos por la existencia terrena esperando de celebrar eternamente en esa Patria Celeste a la que el Señor nos invita. Es la vida eterna, una que ya podemos pregustar en la Eucaristía. Así, cada año y cada fiesta es siempre distinta.

 

Tengamos en el horizonte el bien común. Este debe encauzar nuestras fuerzas, morales y físicas, buscando un proyecto unificador, de justicia y de paz, que nos ayude a retomar una convivencia sana.

 

Solo ese sentido de bien común nos permitirá recuperar nuestra cohesión social que está gravemente herida. El Señor Jesucristo, que es manso y humilde de corazón, nos señala el camino de reencuentro, el camino de volver a reconocernos como hermanos chilenos.

 

Uno de los rasgos más propios de Dios, es la misericordia. Ya desde el Antiguo Testamento contemplamos cómo el Pueblo de Israel se regocijaba en su Dios, “compasivo, clemente y misericordioso”. Dios que salía al encuentro de la comunidad cada vez que esta había perdido el rumbo, se había extraviado y necesitaba, humildemente, dejarse sanar por su Señor.

 

El culmen de la misericordia de Dios se revela en su propio Hijo, Jesucristo, Dios hecho hombre. El que haya asumido una naturaleza humana no es un dato casual de la historia de la salvación, sino la muestra más maravillosa de un Dios que quiso compartir todo con sus creaturas, menos en el pecado, justamente para redimirnos. Que el Hijo de Dios se haya hecho un hombre implica que conoció nuestros dolores y debilidades y, por eso mismo, pudo compadecerse de nosotros hasta el extremo de dar su vida por nuestra salvación. Renunció a su propio bien por el bien de toda la humanidad.

 

Esta solidaridad de Jesucristo, nuestra paz, nos hace recordar la oración simple de San Francisco de Asís: “Donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo unión; donde haya error, ponga yo verdad”.

 

Con estas reflexiones nos encomendamos a la Santísima Virgen María y a San José nuestro patrono, para que nos acompañe y guíe en ese caminar.

 

Con mi bendición,
+ Cristián Contreras Villarroel Obispo de Melipilla

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